Lo recuerdo como si fuera ayer… Era uno de esos zarcos, fuerte como un león, pero arisco a cualquier caricia. Uno de esos que cuando pisaban el metal del carro era mansurrones pero que al inhalar sangre eran los mayores enemigos de sí mismos que jamás han existido.
Era alto de agujas y tuvo varios derrotes de poco hilo entre pecho y brazuelo. Jamás se rendía. Fue su perseverancia la que le llevó por delante. Como a los que confunden la valentía con el suicidio. Poco comunicador en el monte, pero se pegaba a los flancos de Talibán cuando venía ya un poco cansado. Quizá tenía algo de mastín -pues era cabezón- un par de manchas marrones y negras. Desorejado y rabón. Más bravo que cien bravos juntos. Pero después del agarre se arrimaba a mi mano para solicitar una caricia, y a mí ese gesto de cariño -por su escasez- me sabía a abrazo de hijo con abuelo.
Teníamos complicidad. Nos buscábamos. Aunque poco alarde de ello hacíamos. Como cuando estás en aquella fiesta buscando a los ojos que te han robado el alma y nadie se ha dado cuenta, más que tú. Y cuando los tienes de frente, actúas como si no fuera contigo aquella aparición. Lo mismo nos pasa. Hasta que no nos vemos y nos controlamos, no estamos tranquilos.
Soltamos en la umbría que era áspera de primeras y necesitaba garras y delantales para abrocharla. Quiero que el impacto inicial sea ahí para que los perros desfoguen y la meneen para luego cruzar a la solana y que llevemos la mano ligera y sin sobresaltos. Había una baña próxima junto a un quejigo propia de una escena del pintor Josechu Lalanda, pues en mitad de un pequeño vergel había una zona desenmontada, hozada y rascada. En tiempos de escarchas los marranos acuden al cieno a cubrirse escudos y barrigueras para hacer su particular abrigo contra fríos y parásitos. Está todo muy movido, de esa misma madrugada. Mucho rastro. Me dispongo a ir a la suelta pues los camiones están llegando. Talibán resopla, junto a sus suelos hay una huella descomunal de un cochino macho. Desmonto y la examino… Intento seguirla un poco y aprecio una leve deformación en la mano izquierda, no sé si es cosa del flácido barro o de mi imaginación, pero veo que marca menos y con un defecto. Ladran los canes desde el metal. Comienza a desfilar la tropa de podenqueros, a vestir delantales y colleras. Regreso rápido, me coloco detrás de los canes para evitar el choque frontal de la suelta y que algún cachorro nos confunda con una res montuna. Son segundos de mucha adrenalina, organizamos manos, me persigno y damos la orden: ¡Perros al monte! y comienza el espectáculo de la suelta… Dios existe y esta mañana se ha sentado en la grupa de Talibán a ver tamaño espectáculo.
Han peinado la umbría que con el barullo inicial se ha vaciado. Avanzan, se reparten, salen dos ciervas por el sopié camino del perdedero, los perros la corren… Meto espuelas a mi caballo para cortarles la carrera y meterlas en un puesto al grito de “¡tíralas, tíralas…!”. Hay que evitar que los canes se salgan de la mancha que está preciosa, por ello la obligación de abatir esas reses que pueden arrastrar muchos perros fuera del ojeo y dejarnos sin cazar la zona acotada. Mi amigo Juan Pérez de Guzmán las derriba. Buen trabajo. Da gusto montear y que los cazadores defiendan sus posturas. Las muerden, se serenan y volvemos al lío. No veo al burraco rabón. Me incomodo. Pero seguimos cazando…
Escuchó desde temprano el tránsito inusual de más coches de los que suelen pasar por allí. Sus muchas lunas de correrías y los derrotes le decían que se estaba cociendo lo de todos los años… y así era. Han cercado la mancha, el suelo está empapado de las lluvias pasadas. Lo suyo es esperar y no delatarse. Hay mucho cervuno, los perros se centrarán en ellos. Aquí, bajo la charneca tengo la opción que otras veces he tenido. Aguardar a que nada pase, por mucho que se aproxime…
Las hembras todo lo alborotan. Los perros corren de un lado a otro. Aguardo con Talibán desde un puntalete. Se va cociendo el guiso de una gran jornada. Dos venados zorrean camino de lo más apretado de las madroñas. Voy a meterme con ellos pero Talibán queda fijo, como un pointer, con la mirada puesta en un matojo bajo un gran quejigo. Llega el zarco, ese perro que aparece y desaparece lejano en apegos y ahora ciego de instintos. Late dos veces. Silencio. Talibán bufa. El zarco insiste, llegan dos perros más. Se monta el circo que estaba escrito en las páginas del destino. El caballo engalla, los perros se lanzan contra una bestia que iba a vender caras sus ocho arrobas de mala leche. Son segundos que valen muchas vidas. Desmonto a toda velocidad, hay cuatro perros enganchados y aquello va a saltar por los aires. Desenfundo y a mi llegada el cochino me barrunta y arranca a correr cayendo todos por el suelo… Se volvió a pasarme la factura, y la traía con toda las cuentas bien detalladas… Lo vi venir, en esos dos segundos que dura lo que sabes que va a terminar mal. A cámara lenta un manojo de alaridos, del gordo macarra del bar al que le has dado una patada en las pelotas y que ahora viene a por ti mientras otros le sujetan. La primera la intentaré esquivar, pero con una que me encaje estoy perdido. Estoy patas arriba, el cuchillo a desmano y a merced de lo que me mande el destino. Salta el zarco sobre mí, a sufrir el envite. Le imitan más perros que se han unido al agarre. Supero el choque sin contratiempos. Me rehago, pesco el acero y, ahora sí, se lo meto hasta los gavilanes. Tengo un topetazo en el tobillo, sangre en las manos y arañazos en todo el cuerpo. Pero la sangre no es mía…
Le encontré a última hora, pues sabía que no había salido ileso de aquel pleito. Busqué en los alrededores de aquel turbio lance. Finalmente lo encontré junto a una junquera, acurrucado y frío. Tenía un navajazo en el costado y otro en el cuello. Le di una caricia sincera y no pude menos que echar una oración porque aquel compañero me cambió quizá las cartas en aquella timba.
Rezan las leyes de la sierra que el perro que muere en batalla ha de ser dejado en su último lecho, sin collar. Porque lo que es del monte, en el monte debe quedar. Dicen estas sagradas normas que se le permite al perrero darle sepultura y jamás desvelarla. Y, por último, que es pecado mortal olvidar su nombre.
Por algún lado andará aquel granuja… El otro día Talibán miraba a sus costados, no sé si echándole de menos o quizá porque lo presentía cerca. ¡Qué lecciones tan hermosas nos aguarda el campo español!
M.J. “Polvorilla”
Me ha encantado.La caza actualmente está desvirtuada y afortunadamente quedan aficionados de verdad. Enhorabuena.
Emocionante y como dices no nos permitamos que nunca se olviden esos nombres.