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Llegamos finalmente a la poza de cristalinas aguas dónde mi amigo Kiko me asegura que una pareja de nutrias saca todos los años adelante un hatillo de vivarachas crías. Llevamos recechando un largo trecho por la ribera del rio que serpentea suavemente entre cárcavas rojizas cubiertas de espeso matorral mediterráneo.

La posibilidad de avistar a los preciosos mustélidos desvía completamente mi atención del objetivo de dar caza a algún jabalí al salto a la caída de la tarde. Rozamos el invierno. La abundante agua caída en estos últimos días ha vestido nuestros campos de un verde intenso, pese a la desnudez de los chopos que como centinelas se alinean a ambos márgenes del cauce. La hojarasca acumulada forma un mullido tapiz que nos permite avanzar sigilosamente sin prácticamente emitir sonido alguno.

Registramos minuciosamente las praderías que circundan los márgenes y que mueren en los farallones rocosos que caen a plomo desde treinta metros de altura. El fuerte viento, que constantemente cambia de dirección, nos engaña en más de una ocasión provocando nuestra inmediata paralización. Prácticamente nos ponemos a patrón, como un par de perros de muestra. Caminamos con consciente lentitud intentado formar parte de un entorno privilegiado que nos hace sentirnos partícipes de su belleza.

En más de una ocasión nos detenemos, sólo a escuchar, sólo a sentir, sólo a admirar. No nos hace falta decirnos nada, nuestros espíritus navegan con el mismo rumbo, hacia las mismas coordenadas, las de la paz interior que pisar el campo nos proporciona gratuitamente. Tomamos asiento. Una cierva joven emprende una alocada carrera desafiando la escarpadura de las paredes de la cárcava con el fin de ganar su cima y la tranquilidad que nuestra presencia ha alterado en su ronda de atardecida.

A pesar de llevar en las manos el pesado Marlin 444, que tantas sensaciones me transmite, nuestro rececho es un rececho de arqueros, ambos los somos, hasta la médula.  Además, jamás le pongo visor alguno. Su desnudez le confiere el peso de la vieja historia de la marca y del modelo, el desafío de intentar emular a tiradores de temple del lejano oeste. Lo que podamos hacer con él, ha de ser cerca, muy cerca.

Tenemos que vadear el rio por un puente anegado en superficie. Tanto nos da. Ya nada puede evitar el destino que nos une, la pasión por la caza, por la naturaleza de la que somos legítimos hijos y que, como una madre, nos acoge en sus brazos para regalarnos lo más bello que pueda concederse, la vida. Porque es vida lo que nuestras fibras sensoriales nos transmiten, porque es vida intensa el aire cargado de olores que respiramos, porque es vida lo que nuestros ojos vislumbran sin dejar de asombrarse una y otra vez por más que se repita el cuento. La interconexión es tal que diluye el espacio temporal, desoyendo las medidas de nuestros acotados plazos. Una ferviente ansia de que esto no se acabe me envuelve existencialmente.

Franqueamos entonces un espeso túnel recorriendo las sendas hechas por los jabalíes en sus correrías nocturnas en busca de raíces, lombrices y tubérculos con los que saciar su voracísimo apetito. La noche se desliza suavemente ganando terreno al día que agoniza inexorablemente. Ya casi sin luz transitamos por la oscuridad del túnel camino de nuestro objetivo, la charca, en cuyas proximidades los cochinos, me dice Kiko, suelen darse diaria cita.

Me topo entonces con un cuadro de inenarrable descripción. En la misma boca del túnel, hundida un par de metros, se encuentra una amplia poza de unos veinte metros de diámetro a la que vierte el rio sus aguas con un suave salto que va de orilla a orilla. Circundada por viejos chopos deshojados, algunos caídos, y un apretado pastizal, se configura como un lugar idílico para el avistamiento de las nutrias. El agua ha adquirido un color grisazulado que le da un aspecto pesado, calmo.

 Me olvido por completo del rececho. No puedo evitarlo. Mi alma de naturalista solo busca el ansiado encuentro con la pareja de nutrias para deleite de mi visón. Cruzamos en voz baja un par de palabras y observamos. De repente Kiko me golpea suavemente en el codo …los guarros…me susurra; giro la cabeza despacio y a la izquierda… ahí están, a no más de treinta metros. Tres hermanos. El momento es, simplemente, para extasiarse.

Casi no se ve, pero el instinto me hace levantar el rifle, sin aspavientos. Aún así, los jabalíes lo intuyen. Es un tiro sucio, tengo ramas entre medias, afino bien, pero rápido, porque ya han levantado la cabeza y sé que no dispongo de tiempo. Aprieto el gatillo, se nos echa la noche encima, carrera, los guarros se meten en la espesura en dirección a la pared rocosa que queda a nuestra izquierda y al instante los perdemos, oímos la queja de uno. En el tiro no encontramos sangre. Habrá que pistear mañana. El viejo y potente Marlin hace su trabajo pero… yo no soy John Wayne.

Tenemos que marcharnos, lo hacemos como vinimos, con pausada lentitud, saboreando ya los sonidos de la noche. Kiko va a mí espalda. Buscando a menudo ser un cazador solitario, me asalta ahora el gen del gregarismo que nos conforma como humanos. Cazar en compañía de otro cazador movido por la misma fuerza interior crea una solidaridad de cómplices destinos que cimentan para siempre una certera amistad. Si, además, ese otro cazador, como en este caso sucede, es una de esas personas desbordantes en su humanidad, en su generosidad, y que se desvive por quién tiene cerca, solo resta dar gracias al Altísimo y regocijarse en la propia fortuna. El viento me trae las notas de aquella antigua canción “Gracias a la vida, que me ha dado tanto….”.

Desandado el camino entre mis pensamientos bucean las nutrias…

 

Ramón Menéndez-Pidal.

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