No hay color en esas patas, ni en esos picos, ni en esos espejuelos, sucedáneos de la auténtica paleta de colores parida por la madre naturaleza. No corre, ni con mucho, la misma sangre por esas venas y arterias, que marca la notable diferencia entre lo auténtico y lo manipulado; desgraciado recurso para lograr una abundancia que ya no existe, recurso que no es más que un opaco cristal que pretende omitir la cruda y triste realidad que muchos sostienen. La brava y roja reina alada agoniza lentamente.
Ese bando, casi el último de los bandos, me quita el sueño. Tiempo ha que no doy con el. Para inquietarme, se me aparece fantasmagórico, en tonalidades de grises, en las noches de sueño intranquilo. Sus componentes vienen hacia mí y me arrollan para, a una velocidad de vértigo, descolgarse precipicio abajo con un zumbido ensordecedor. Nada puedo hacer, atenazado como estoy, nada, salvo lamentarme…. Llevo hoy dos horas de duro caminar al salto por preciosos cerros y laderas envueltos por un mar de siembras que empiezan a verdear, anunciando la próxima primavera que inexorablemente llegará.
Pero el campo está yermo, yermo de esa vida menor que desesperadamente ansiamos los cazadores de escopeta de ley. Ese bando, “el bando”, me quita el sueño. Es un ejercicio hercúleo dar con el, buscar una aguja en un pajar, y hace frio, mucho frio, pero sé que ronda por estos pagos, o tengo profunda fe en que lo haga, y la fe es lo último que se pierde. Si lo levanto, sus bravísimos componentes “meterán el turbo” buscando la huida y romperán la formación saliendo en varias direcciones para generar confusión y despistarme y reagruparse después. Abatir alguno, será entonces un puro ejercicio de serenidad, de temple, de reprimir encontrados sentimientos.
No hay color entre buscar la garantía de la abundancia a cualquier precio, o en cabalgar la dificultad de lo salvaje y escaso. Lo primero será, a lo sumo, un ejercicio de divertimento, un “pasatiempo” al aire libre, una acción venatoria descafeinada, sin más gloria que la de llevar en los ganchos un buen ramillete de facilonas. Lo segundo, por contra, se revela como una auténtica lucha por la vida, que debe ir dotada de amplia estrategia, de esfuerzo, de integridad, en la que todos los sentidos, la experiencia acumulada, los recuerdos, la incertidumbre y la fortuna se darán la mano, para cuajar eso que tanto amamos, por lo que vivimos en gran parte, caza.
Mis tobillos no ceden al pedregoso suelo al que me enfrento, mis cuádriceps, aún cargados, saben que hay que seguir tirando para arriba, pese a los dolorosos aguijonazos que les propinan las, para nosotros, malditas y altas aulagas (genista escorpius) – su nombre latino lo explica todo-, para las bajas, las polainas cumplen con creces su protectora misión. Ya no falta mucho. O están allí o retornaré al cómodo mundo del cemento, felizmente cansado y tristemente “bolo”, con el pesar de constatar que los augurios de los más pesimistas acabarán por cumplirse.
No hay color entre el reto y la garantía. El primero te hace más ágil, la segunda más torpe. No hay color entre el esfuerzo y la comodidad. El primero te hace más fuerte, la segunda más débil. No hay color entre lo salvaje y lo doméstico. Lo primero lo admiras, lo segundo lo usas.
Por fin llego a la cresta de la loma, tras veinte metros recorridos, se produce la explosión. El bando se desgarra en cuatro y mi corazón de alegría. Ahí siguen, plantado cara a la montaraz vida para la que fueron incubadas, batallando contra urracas, zorros y jabalíes, que abundan en exceso, y contra alguno de nosotros que, aun dándoles el cuartel que los otros no les otorgan, vamos en pos de ellas.
Ni levanto el arma, no me han dado ni un segundo. Observo que dos tiran hacia el testero de enfrente y allí me encamino con el alma en vilo. Y doy con ellas. Y levanto la vieja del 16 que me acompaña y corro la mano lo que intuyo. Al disparo la veo caer a metros de distancia, tras dibujar en el aire uno de esos escorzos inolvidables. Corro a por ella. Sólo puedo admirarla. De su porte y de la intensidad del rojo oscuro de su acerado pico y tarsos se infiere la bravura de su linaje. Me siento en un improvisado serijo natural, hecho por una buena mata de esparto y respiro hondo. Le he robado una al bando. De estas, ni una más. Me voy a casa, se acabó por hoy.
La joya no puede, no debe, jamás, asimilarse a la baratija. A veces, frente al lego, me gustaría egoístamente poder defender lo contrario, pero la honestidad para conmigo mismo me lo impide. Lo siento, por muchos, pero es lo que hay, y lo que hay es que no hay color entre la una y la otra, entre la brava y la del voladero, ni aun llevando a cabo el más amplio y laxo ejercicio de compresión que pueda realizarse.
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