Los cambios
LXC | Locos por la Caza. By Ramón Menéndez Pidal
LXC | Locos por la Caza.
Los cambios
La naturaleza nos da año tras año un vivo ejemplo, edificante ejemplo, de como adaptarse a los cambios que se producen. Es paciente con las condiciones exteriores que la regulan y espera al momento adecuado para romper con todo su esplendor mostrándonos el milagro de la vida.
Esta no tardía primavera, es un claro ejemplo de ello. Moría el sonido de las caracolas a finales de febrero sobre una tierra yerma que nos invitaba a montear ligeros de ropa, hasta el extremo que tejidos térmicos resultaban un completo incordio, y nuestra vieja villela sólo admitía las mangas de la camisa bien remangadas, siendo cueros y demás prendas de abrigo un además que dejábamos depositado en el suelo nada más llegar a las posturas. Lo mismo nos sucedió en las últimas jornadas perdiceras al salto y en mano, la detonación de los cartuchos se apagaba mientras el sudor resbalaba por la espalda y el morral se convertía en una joroba adherida a aquella con la fuerza de una hiedra. Una extraña simbiosis impuesta que nos hacía flaco favor.
De hecho, y aunque no me sirva de excusa y no enjugue mis lágrimas, sufrí una curita de humildad en el último lance de temporada fallando a cascaporro un precioso jabalí a la carrera a nos más de 10 metros de distancia, al que todavía veo algunas noches, rellenando mi mundo onírico, salir del monte y bajar por la caída del cerro cuyo sopié yo ocupaba para, literalmente, dejarme en mano su tarjeta de visita y marchar al perdedero, como alma que lleva el diablo y como exigen los cánones, con el rabo inhiesto y, seguro, socarrona sonrisa; quiero creer que lo marré por el sopor que me invadía tras sufrir el cálido abrazo que me regalaba desde hacía dos horas el astro de nuestro sistema planetario, que había convertido mi desgastado catrecillo de piel de venado en improvisada tumbona veraniega.
Nuestro ánimo se tornaba taciturno ante una realidad vivida y previsiones metereológicas que nos auguraban un campo seco antes de tiempo, falto del elemento esencial, y por tanto de la singular belleza que su derramamiento provoca, privándonos de uno de los momentos más mágicos que nuestra tierra nos ofrece: el resurgimiento de la vida.
Pero ella, sabia sufriente, esperaba su momento, sabiendo que este iba a llegar. Y llegó, bastaron dos semanas de agua intensa y descenso de las temperaturas, seguido de un mercurio clavado en los veinte, para que el campo se engalanase ofreciéndonos la más viva explosión de verdes que haya contemplado últimamente. Dios mío cuanta belleza.
Un bullir incontrolado de seres han hecho su mágica aparición saltando al ruedo de la existencia para una vez más dar fiel cumplimiento al círculo de la vida. Miles de insectos llenan los prados, muchas mariposas despliegan sus alas a sol para regalarnos el calidoscopio más difícilmente imaginable. Las aves se afanan en construir sus nidos, sus trinos y gorjeos, las evoluciones de sus paradas nupciales, son un regalo para nuestros oídos y ojos. Me encuentro campeando con los primeros abejarucos que me sobrevuelan, tras su gran viaje desde los confines del África, buscando el talud que llevan ocupando desde hace años y mi corazón se llena de una inmensa alegría.
Múltiples regatos corren por los cauces que horadaron en el devenir de los años refrescándolo todo. Sorteo charcos por doquier, y me admiro de las charcas y charcones que dan refugio a nuestros múltiples anfibios y se cubren de floreados nenúfares.
Las corzas no tardarán en parir, las cochinas ya llevaban sus rayones de campeo y pueden ofrecerles abundante comida. Han cambiado las tornas. Se ha producido el inesperado cambio.
Ella nos demuestra que debemos confiar y no dejarnos arrastrar por un precipitado pesimismo. Simplemente hay que estar preparado para el cambio, y cuando este se produce aprovecharlo, abrazarlo y resurgir con el.
Al menos, durante esta primavera, pienso aplicar la enseñanza para la controvertida situación por la que pasamos los cazadores desde hace algún tiempo. Ahora parece que algo está cambiando, que el viento, aunque no tendido, sopla algo a nuestro favor. Voy a aprovechar su empuje, y en la medida que me concierna, voy a resurgir con fuerza renovada, como los cientos de pequeñas orquídeas que visten hoy nuestros campos, para con una alegría desbordante ofrecer la mejor cara de mi ser venatorio. Tenemos mucho que dar.
Ramón Menéndez-Pidal.
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