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Otro muro de nubes negras vuelve a la carga, me envuelven tiempo antes de que el primer podenco saltase de lo alto de su improvisado encierro en la furgoneta del podenquero y pusiese pata en tierra. Y si eso fuese todo, yo sería un tipo feliz, pues a riesgo de mojarme algo, mis sentidos podrían funcionar con bastante soltura. Pero no. Una gélida temperatura de -4ºC, acompañada de un viento constante y ensordecedor, con rachas de entre 40 y 60 Km/h, pugnan por hacerme desistir de mi empresa. Montear. Albergo la tentación de meterme en mi vehículo, orillado junto al puesto al no haber otro lugar dónde dejarlo.

El frente discurre hacia mi postura devorándolo todo a su paso. Por unos momentos, sobre el medio día, veo su final dibujando un fantasmagórico cuadro al parecer haber partido el mundo en dos perfectas mitades. A su espalada brota la claridad plena y el sol refulge sobre en el fondo del valle. Puedo entonces admirar la magnificencia de esta mancha abulense de Villatoro que hoy batimos.

Me las prometo muy felices esperando, ansiando, la caricia de los rayos del astro rey para paliar, de algún modo, el atenazador frio que me envuelve. Iluso. La fugacidad de los tiempos serranos impone su ley una vez más. El Sol no llega a rozarme y por arte de magia me veo de nuevo envuelto en la tiniebla. Pese a ello, mi ánimo no se resiente y firme, inquebrantable, me olvido de lo que pudo ser y no es, para centrarme de lleno en la montería. Un atávico impulso me conduce a mantener el tipo, a defender mi postura.

El viento me trae los ladridos de los perros en pos de los jabalíes. Escucho limpios los disparos que se van produciendo allá abajo en las traviesas. Pinta bien. Mi hija María, tremenda aficionada a la venatoria, viene peor pertrechada contra este cansino frio, ya no aguanta más, y se introduce en el interior de nuestro vehículo que por fortuna para ella, en esta ocasión,  tenemos en la misma postura. Realmente resulta ser su salvación, no así la mía. Yo me quedo afuera, intentado escuchar.

Ya entonces mi mente vuela libre sobre las gélidas escobas y, a pesar de los pesares, me enamoro de esta nívea monda que mis ojos contemplan y me ha tocado defender. Obligado paso que separa los profundos valles que no puedo vislumbrar. La montaña me vence una vez más. Vivo entonces uno de esos dulces momentos de plenitud, aunque a ajenos a este modo de vida que es la caza pudiere parecer, no faltos de razón, una empresa de locos; ansío ver la figura de los lobos -que el postor me dijo rondaban por aquella cuerda- recortada contra la nieve, los imagino cruzando, compongo el cuadro, pero …no llegan.

 

Si lo hacen tres punteros que me sacan de golpe de mi imaginario sueño. Tira mi compañero de la derecha. El estampido resuena por todo el valle. ¿Lo habrá abatido?. Confío en que así sea, profundamente…es un gran montero.

La montería española es una amalgama de acciones, tradiciones, secuencias, sentimientos y verdades que la convierten en una modalidad cinegética única y diferente. Por ser una acción colectiva de caza elude radicalmente el egoísmo. No tiene cabida, ni acogida, en su seno.

Hoy monteo con mi querido Real Club de Monteros, desde cuya junta, de la que tengo la fortuna y el honor de formar parte, defendemos la montería pura, tradicional, en abierto, sobre especies de caza salvajes en entornos reales no adulterados, sin mallas, sin granjas, sin piensos, sin tapujos, sin engaños. Caza auténtica, verdadera, íntegra, real, impregnada de incertidumbre.

Es la colectividad el alma de la auténtica montería. Nadie puede hacer nada sin el decidido compromiso de todos sus integrantes. Perros, perreros y monteros juegan la misma partida con las mismas cartas y confrontan con idéntico adversario. Nuestra montería supone un ejercicio de generosidad que no impera en otras “actividades” cinegéticas, sucedáneos de lo auténtico.

Reconocemos la valía del trabajo desempeñado por los organizadores que en los meses previos se ocuparon de prepararlo todo, visitar la mancha, estudiar las querencias, colocar las posturas con la guardería buscando la seguridad de monteros, perreros y perros, ocupándose del cebado de la mancha con el fin de fijar en su interior a los animales en la medida de lo posible. Gran tarea sin la cual aquella no podría celebrarse.  Reconocemos la valentía y duro trabajo de perros y perreros que sin denuedo intentan conducir la caza a los puestos que ocupan los monteros para que estos culminen los lances. Reconocemos en el montero la paciencia, el constante estado de alerta, el saber estar y hacer, el ánimo aguerrido para soportar las inclemencias del tiempo quieto durante horas, el tino y temple necesarios para abatir limpiamente la deseada pieza y, después, al acabar, el trabajo de postores, muleros y monteros en el marcado de piezas y posterior saca del monte. Traslado a la junta de carnes, donde carniceros y veterinarios darán a las canales su destino final, el plato en la mesa.

No hay pues lugar en nuestra montería para el engreimiento, la chulería, la soberbia, acaso sí la fanfarronería, pues todos somos conscientes de la total interdependencia de los miembros que conforman la partida.  Nos alegramos con el acierto y penamos con el fallo ajenos, como si fueran propios.

No preside en nuestro objetivo la obligatoriedad de formar un plantel de espectaculares trofeos lánguidos de sangre, si no arrebatar a la sierra, en noble lid, lo que ella nos brinde. Si además cobramos algún animal soberbio, miel sobre hojuelas, para regocijo de todos. Nuestro modo de montear evita la queja fácil del ansioso que quiere más, cazamos de verdad, lo que implica la imposibilidad de garantizar resultados.

Además, cuidamos, mimamos, en nuestras monterías todo el encuentro previo a su desarrollo. Cena de hermandad la noche anterior, en la que practicamos el sorteo de las posturas y en la que tenemos la fortuna de compartir, con tres generaciones de monteros, la vida que nos ha sido regalada, nuestras experiencias, nuestra profunda amistad; algo tan importante como la acción venatoria que emprenderemos el día siguiente.

La auténtica montería española aglutina todo ese elenco de valores, acciones y sentimientos que la convierten en algo reitero, único e irrepetible, pues permite forjar recios cazadores de ley. Ejemplo para nuevas generaciones y responsabilidad en su transmisión para las veteranas.

Son las 14,50. Media recova trota por la cuerda a mi encuentro. Los perros de vuelta llegan ágiles, frescos, a pesar de las horas de campeo que llevan a cuestas. El día les resulta propicio. Un podenquillo entreverado, casi un maneto, se acerca a mis botas buscando una caricia amiga. Se la propino con alegría. Admiro su tenacidad, su perseverancia en su tarea. Oye abajo el llamado de su podenquero, de su amo, y fiel, con las orejas inhiestas, parte como alma que lleva el diablo perdiéndose en la niebla.

Esto toca a su fin. Las 15,00 horas. Me acerco al vehículo ocupado por mi hija que tengo a dos metros de distancia, abro el express y lo dejo apoyado en el vehículo. Ella anda amodorrada, no me extraña. Entonces a través de las lunas del coche a no más de 20 metros de distancia los veo, dos guarros de unos 60 kg, hermanos casi seguro, vienen enfilados hacia el vehículo. En cuanto lo ven se detienen en seco. Los perros ya han pasado. Esta es nuestra caza brava y salvaje.

Estoy entumecido por el frío que llevo encima, aún así, instintivamente, trato de armarme con celeridad. Complicada tarea. Pierdo esos segundos cruciales que la pieza salvaje no concede. A duras penas consigo por fin quitar el seguro y fijar el punto tras el alza…viso, no puedo disparar. Corren entre las escobas hacia mi izquierda, cortan un pequeño claro hundido en el que puedo tirar sin riesgo a unos 40 mts ya. Doblo el tiro y el segundo guarro acusa el impacto, tira hacia abajo, el otro vuelve hacia mi posición y me cruza por delante a la carrera a no más de 15 metros. No he sido capaz de cargar de nuevo, las balas se escurren entre mis helados dedos como si fueran un chicle. No me importa. Con el rabo apuntando al firmamento le veo volver a la seguridad de la mancha. ¡Bon voyage mon amí!. Fin.

Mi hija, que se despabila a los tiros, me pide fervientemente que le encienda la calefacción del coche para entrar en calor y…¡horror!, sin batería, muerta, en medio de la sierra, a tomar viento de cualquier punto razonable. El seguro me dice que ahí no se presta asistencia técnica. Leches.

Gracias a la impagable ayuda y comprensión de buenos amigos monteros, Juan Treviño, y muy especialmente, Santiago Muñoz y Miguel Morenés, puedo tras tres horas de diversos avatares sacar de allí el coche, pasar un instante por el restaurante del pueblo dónde estaba prevista la comida y salir zumbando a Madrid.

Desde el fallo en el arranque del motor me perdí todo, y los monteros indicados también, pero retorné a casa con una gratísima sensación de confortabilidad al constatar que nuestra montería, la auténtica, consiste en algo más que abatir piezas de caza, consiste en hacer familia.

 

Ramón Menéndez-Pidal

(miembro del Real Club de Monteros)

 

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