Existe una compañera de presencia siempre llamativa y cuyo brillar, alerta las miradas y requiere de atenciones. En las frías mañanas de invierno -¡ay, cómo se echa de menos el frío y las escarchas…!- hay un olor único, dulzón y agradable, siempre grato, que transmite paz y sosiego. Hablo de la lumbre, la hoguera, la candela, la yesca o fogata.
Para un servidor, que pocas veces acude como montero, lo bonito de montear es la lumbre. Sus destellos. Sus aromas tostados de romeros y la humareda de monte viejo.
La lumbre se inicia con una aulaga seca que prende como si fuera gasolina. Luego un manojo de jaras, otro de restos de piornos… Y unos buenos garrapatones de brezo que tomen temperatura.
Que haga humo de primeras para ver los caprichos del relente. Buen acopio de leña seca para que no humee después. Y la lumbre dará la compañía que las soledades del campo requieren.
Distrae, atrae y calienta. Cobija, nos hace pensar y, ante todo, hace que la tertulia se cree en torno a ella. La lumbre agota los nervios y da calma al entorno, como la nieve. No entorpece nuestro puesto, ni la querencia de las reses, pero distrae con su presencia, porque la mirada del fuego te cautiva. A su aureola vienen conversaciones y tratos. Las primeras monterías fueron cuajadas al amparo de una candela. Los amores más furtivos, los más deseados, los más ocultos y sinceros, también.
La lumbre abarca sentidos y atenciones. Y huele a leña recién cortada. A su presencia todos acuden. Será una forma más que tiene Dios de estar en la naturaleza.
Bendita caza, bendito mundo. Bendita lumbre.
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