Fue justo al meter el pie en el estribo cuando me hicieron la pregunta: ¿cómo hacíais antes para comunicaros en las monterías cuando no había ni teléfonos ni emisoras? Qué gran respuesta había que preparar… La verdad es que no lo dudé, porque ese pasaje lo viví en mi juventud. Recordarlo me hizo darme cuenta de que no soy tan joven. Mientras calentaba a Kamikaze, hice memoria y busqué la respuesta más solemne y cierta que encontré sobre mis espuelas: antes se presumía cuándo los puestos estaban colocados, se había acordado dónde y cómo soltar. Y cuando no era a voces se hacían señales como una lumbre con monte verde que soltara mucho humo para decir que el cierre de Palancarejo ya estaba montado. O al mover el tractor en mitad de la raña quería decir que el Morro del Olivar estaba ya puesto. O al soltar el trabucazo en el corazón de las Atalayas se había dado suelta a los medios para remover la caza a los perdederos…
El hombre se las apaña para comunicarse, así desde que el mundo es mundo, y en el transcurso de una montería el gesto entre dos figuras dice más que cualquier conversación.
Dicen que la distancia más corta entre dos personas es la sonrisa. Quizá sea cierto. Hemos soltado en la Sierrecilla, mirando a las aguas del Guadiana. Voy a lomos de Kamikaze que se está instruyendo en el arte de la montería para darle sosiego a Talibán. Tiene tanta clase como arrestos, le faltan 100 kilos de huesos y le sobra corazón para suplirlos. Poco a poco se ha acostumbrado a los tiros, a las carreras. Tiene mucha experiencia en la lanza pero tronchar jaras es harina de otro costal. Lo que no alcanza a mi paciencia lo suplo con la espuela. Piernas de hierro y manos de seda dicen los que saben. Un servidor no dice nada; echa a andar por la vereda donde hay que ir a soltar un puñado de perros para sacarle el jugo a la sierra. Vamos por ello Kamikaze.
Va la cosa bien, un día de niebla que va abriendo y deja un escenario brillante y colosal: la sierra bañada por las orillas del Pantano García de Sola, carreras chorreadas y variadas. Se alivia una pelota de gamos por el sopié. Los muflones están dando juego en las cuerdas. Dos guarros se han levantado en mis pies y los puestos están siendo defendidos. Me salgo de la mancha pues está todo bien gobernado y me cruzo a la barrera de enfrente para ver el espectáculo de la montería con la perspectiva del caballo y la suerte de poder hacerlo.
Ha ladrado un perro de Tapones -qué gran perrero es mi amigo Tapones- justo encima de una peña, junto a las madroñas más verdes donde mana el agua que nutre a todo el valle. Ha soltado dos ladridos cortos y espaciados. Horquilla la yegua, se para la montería. Tapones anima a su perro mientras se oye el suspiro del resto de canes que acuden a la llamada de su compañero. Golpea el perro de nuevo. La montería está pendiente de la ladra. Tapones insiste: es macho. Conoce a sus perros. Y todos los que leemos un poco la sierra sabemos que Tapones está en lo cierto. El marrano no quiere salir del encame, el aire pica gallego por lo que el cierre de la Rañeta hará que tire la traviesa de Los Alcornoques. Así es la montería; para que unos tiren otros tienen que airear. Y el sorteo de los puestos es quien reparte la suerte. Pero eso ahora no importa. Oigo a Tapones que anima al perro al que llama por su nombre. El perro se llama Puñales. Desde mi atalaya veo la Umbría como un escenario del que no pienso arrancarme. Tras Puñales llega Calambre, Lebrato, Marinero y Limón. La ladra crece, el cochino se defiende y suelta tres derrotes. Sin ver la imagen -pues sólo la oigo- la escenifico en mi cabeza: el cochino junto a los brezos con la cabeza gacha, orejas hacia adelante tieso como un estatua. Cuando algún perro se aproxima más de la cuenta éste arrea un metro y lo engancha. Pero la ladra crece y es mala idea quedarse allí. El marrano sabe que La Rañeta tiene gente pues el aire es su fiel compañero. Hay que huir umbría abajo para poder contarlo. Sale como una exhalación mientras los perros le van cantando. Se me acelera el corazón mientras los batidores van animando la carrera. Me sube la adrenalina hasta las orejas, espoleo dos veces, Kamikaze me entiende. Me muevo un poco para ganar más perspectiva, aunque donde estoy veo toda la escena. El cochino va directo a la raya de Los Alcornoques, de la mitad abajo. A uno de los dos puestos le entra fijo, va muy franco rompiendo monte con todos los perros de la mano y la escena es sublime. La raya se prepara, noto que me miran esperando noticias pues desde mi barrera veo todo y ellos solo pueden controlar sus pulsaciones. Ahora mismo son el centro del mundo y la distancia más corta entre nosotros no es una sonrisa, sino el filo de un cuchillo de remate pues nuestros corazones están unidos.
El marrano gana metros, lo veo en un claro del monte, no dudé en anunciarlo: ¡al bajero, junto al chaparro te sale! Se detiene el mundo para contemplar los dos segundos que faltan para el lance…
Y allí mismo mi acompañante -que venía batiendo sobre otra montura- entendió que no hacía falta una emisora para comunicarse en la distancia. Mientras el marrano rodaba cortadero abajo, el montero levantó su sombrero con ejemplar maestría brindándome el lance. Servidor hizo lo propio devolviéndole la suerte. Dos amigos descubiertos con el brazo en alto alzando mascotas. Y resonó en toda la sierra el resumen de aquella imagen: ¡Olé tus huevos!
Esa es justo la distancia más corta entre dos personas: la sonrisa que no puedes ver pero intuyes en la distancia. Enhorabuena al doctor Pepe López Araujo.
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