Entre aviones
LXC | Locos por la Caza. By Ramón Menéndez Pidal
LXC | Locos por la Caza.
Entre aviones
Pasa otro avión por encima de mi cabeza, aprovecho el momento para cambiar ligeramente la posición de las piernas. El hace lo mismo, le oigo levemente dar tres pasos entre las jaras.
Los luceros, y algo de contaminación lumínica, alumbran tenuemente la escena. Hoy no corre el viento, el aire pesa. Todo está calmo, menos mi corazón, menos el suyo.
Son ya tres duras horas de pie en la rama con medio cuerpo apoyado contra el tronco de la vieja encina que se ha convertido temporalmente en mi recia morada. El arnés me da la seguridad suficiente por si yerro y cometo un fallo. No me haría ninguna ilusión practicar la caída libre desde 5 metros de altura.
Llevamos más de dos horas de lucha silenciosa, que sólo rompe el rugir de los motores de los aviones que nos sobrevuelan quebrando la quietud de la noche. Desde mi atalaya pienso en la pequeñez de nuestra existencia, que al alzar la vista el firmamento estrellado se encarga de ratificarme. Tantas gentes, tantas vidas, tantos destinos. Unos vuelan alto con rumbo a lugares que desconozco, yo le robo unas horas a la rutina para beber de una de las fuentes que me sostienen y dan sentido a mi camino, la naturaleza, sus moradores…la caza.
Todos mis sentidos están orientados a este momento, pero mi mente divaga, se encuentra relajada, cómoda, interrogante y con tiempo para vivir sus propias ilusiones.
Sócrates, que era un tipo listo, decía que la verdadera sabiduría está en reconocer la propia ignorancia. Y en este campo de la venatoria, reconocer la ignorancia antes los hirsutos jabalíes a los que nos enfrentamos, es de primordial relevancia para poder alcanzar alguna vez éxito en su caza.
Así, y no es la primera vez que lo vivo, “el viejo” al que me enfrento ha aprendido que el sonido ensordecedor de las turbinas de los aeroplanos le concede los segundos necesarios para mover sin ser oído la próxima figura de esta particular partida de ajedrez. Cesa el ruido y cesa su movimiento, y así durante horas, hasta que se convence, el día que lo hace, que tiene pista libre para entrar a comer si nada le alerta.
Yo hago lo mismo, mis adormecidos músculos me demandan sin demora un, aunque sea leve, cambio de postura. En los tiempos intermedios, todo lo más, puedo mover las manos abriendo y cerrando los dedos, rotar sigilosamente los hombros, mientras estoy inmóvil, para acabar con el entumecimiento. Si no, es posible que en el momento culmen no tenga capacidad para tensar el arco.
Le veo unos segundos escurrirse entre las jaras a mi derecha. Mis cinco metros de altitud me otorgan ese privilegio. Me siento como un astuto leopardo esperando que la presa se ponga a tiro para saltar y jugar el lance final. Es grande. Otra vez lo dejo de oír, pero mi instinto de cazador me dice que sigue ahí, esperando. Parece increíble que un animal de ese tamaño y complexión pueda moverse con tanto sigilo pasando inadvertido a escasos metros de distancia. Le espero a doce metros.
Levanto de nuevo la cabeza y me envuelve la noche oscura con su magia eterna. El inconfundible zumbido de la arrancada de una perdiz a escasos metros, bálsamo para mis oídos, me señala que el viejo zorro sigue por la zona trasteando. No gruñe, no bufa, no respira.
Un sentimiento de grandeza me invade ahora, a pesar de nuestra insignificancia participamos de la gran obra de la creación que nos acoge sin pedir casi nada a cambio. Acaso respeto. Poco le concedemos.
¡Cómo nos hemos complicado la vida los seres humanos! Somos el culmen de la creación, llevamos una progresión imparable en el mundo de la técnica y de su aplicación a nuestras necesidades vitales (medicina, movilidad, confort, mundo laboral) y, sin embargo, casi nada hemos avanzado en las relaciones interpersonales y comunitarias (tensiones, desacuerdos, luchas entre las naciones), y en la moderación de nuestro propio ego (insatisfacción, tristeza, infelicidad, son habituales monedas de cambio).
Puede que salir de la simpleza, en el fondo, no haya sido tan ventajoso en muchos aspectos…no sé.
¡Lo tengo debajo de mí!. Me ha entrado por detrás y no le he oído. Mira hacia el cebadero…Inmóvil ausculto sus negras formas musculosas que componen la bella estampa de un anciano del monte. No puedo disfrutar más del momento, por unos instantes toda mi atención vital se centra en él. No puedo tirarle porque el propio tronco me lo impide y porque un tiro tan “a pico” con la saeta sólo serviría para herirle, y no se merece nada parecido. Si fuese ese leopardo el escenario daría un vuelco. Pero no lo soy. Soy un simple hombre subido a un árbol con una herramienta mejorada que nos permitió otrora evolucionar, junto con otras, en el albur de los tiempos hasta alcanzar lo que hoy somos; pero tiene sus limitaciones.
Finalmente, recula aprovechando el paso del vuelo de las 11,25, da dos pasos hacia atrás y se marcha por donde ha venido. Hoy no toca. Bien lo sé. Volveré a intentarlo. Hacemos tablas. Le he bautizado como “Saint-Exupéry”. Algún día hará su último “vuelo nocturno”, espero estar ahí para acompañarle.
Le admiro, es un luchador. Yo otro.
Ramón Menéndez-Pidal.
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