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(texto recuperado de hace un lustro)

Siento una protección especial. Una aureola. Tengo una coraza que me abarca los pechos, me protege las piernas y da fuerza a mis hombros. Tengo un aire de superioridad pese a la timidez que invocan y exigen aquellas sagradas montañas.

Porque Asia -el Asia auténtica infinita e intolerable al paso del tiempo- es ardua, es caprichosa y juega con los que se adentran en su ser a su antojo. Sin piedad y con libre albedrío. Las montañas que arrancan desde el Himalaya y mueren en el Tien Shan roban vidas y reparten dolores sin ton ni son. Al que le toque, que somos todos. Y a la montaña se le llama de usted y ella ni siquiera te mira, es más, te desprecia… Más aún, te lleva al límite.

Los íbices están en los glaciares. Allá arriba. Cuando el verano sólo es verano en el calendario. Porque en las alturas nieva, graniza y llueve. En las alturas se suda y se tirita a la vez. Se ríe poco y se llora bastante. En lo alto de aquellos cortados los sueños son más altos y las desazones más amargas. Porque llevo ocho días de caza, durmiendo a campo, helado, sudado, mojado y con los labios resecos. Y al asomar a una cresta ves una torada de machos con uno espectacular y sin saber por qué se esfuman en un segundo para no aparecer, aunque tu esfuerzo lleve detrás nueve horas de escalada. Así es Asia. Golfa y mala. Pero la más guapa de todas y no puedo dejar de intentar rozarla con los dedos para marcarme un tango…

Están lejos, muy lejos. Lejos a toda lógica, probabilidad y  esperanza. Nieve, aire, niebla… Pero seguimos. Somos el niño que quiere matar al oso con el tirachinas. El que con su avión de papel quiere surcar el espacio. Somos el que piensa que la excepción será él y que el molde quedará roto por su valentía. Pero no dejamos de ser una víctima más en la montaña que no nos da ni un ápice de fe ni de esperanza.

Hay que arrancarle un trallazo al cielo. Queda una hora de luz y ninguna opción de acercarse más. No se han movido de su sesteo. Es el último día. Disparar o morir. Tengo hipotermia, un calambre en la rodilla y nula confianza en mi tino a esa distancia. El guía es directo: Shoot. No more options. Shoot or die. Game over.

Me santiguo. Apunto. No estoy cómodo. Están lejos. Veo al macho, al máster, al abuelo de los abuelos. Lo veo de abajo a arriba, como de los infiernos al paraíso. Invicto. Inviolable. Intocable. Pese a huir, galopa erguido y altanero. No va más. Hagan juego señores…

Fueron los tres segundos más fugaces de mis treinta y dos años. Me acordé de mi sueño de Kazajstán, del año entero preparando lo que llevaba tejiendo desde hace una vida. Resumí en un suspiro lo que se sufre en Asia, lo que cuesta darle un vistazo a esa falda que es imposible de levantar. Asumí los riesgos más terribles vividos y ocultos para siempre en mi memoria para no matar a los míos con la preocupación. Y en ese instante que va desde que metes la pupila en el anteojo y quitas el seguro, desde que rozas el gatillo y ves volar a la bala… Esa micra de vida en la que -pese al frío- sientes el calor de que alguien muy grande te está abrazando desde la gloria. Recordé a los que ya no están y solté los cinco balazos más fugaces que han surcado aquel entorno…

Subí a lo más alto de los altos, en mitad de una tormenta eléctrica y de hielo, a tocar mi trofeo y a hincar la rodilla en tierra para dar gracias a Dios por recibir el calor de la Virgen de Guadalupe que me dio luz y aliento donde sólo encontré oscuridad y desamparo.

Odio Asia y a todo su entorno… A sus olores y descompases. Y no veo el momento de volver a acercarme a ella para marcarme otro tango…

M.J. “Polvorilla”

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