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Ahí va el tío. Diego, nacido en Alicante hace treinta y nueve rutas del bakalao, conductor de ambulancias desde los 21, consumidor de cannabis desde los 6. Cinco palmos y medio de talla y unos sesenta kilos de nervio. Tatuado en la cepa de la oreja. Más majo que un manojo de gambas. Espabilado. De esos que se fuman un puro cuando le pitan en la Castellana o cuando mentan a su santa madre en un ceda el paso. Mi amigo Diego, pese a ser un tipo batallado en mil botellones de descampado, tiene dos metros de humanidad por encima de la media. Y aunque lleva herrado cuatro timbales en el brazo, le he visto asomar un gastado rosario en el pescuezo, sobre un pulpo que también tiene dibujado en la tez de la nuca. Diego es, para que entiendan, un guindilla que encaja los vaciles a la velocidad que tarda un hippie en liarse un canuto con las dos manos.

Nos hemos visto en el frío mármol de un sanatorio. Un servidor nervioso por atender a su padre enfermo de urgencia e improviso. Él con cara sonriente y quitándole hierro a la terna.

Le he presentado al patrón, le ha mirado de arriba a abajo y en su idioma poligonero ha sacado un cumplido y un piropo que ha hecho reír al paciente que debe trasladarse con carácter urgente a otro hospital. De aquí nuestro encuentro.

Camilla al furgón, paciente sereno y con manta y el hijo – que aquí firma- al lado. El chaval pilota los mandos. Insisto en pagar el transporte – porque lo he contratado – son 80 leuros. Tengo 90 y él no lleva cambio. Ni pestañeao. Le suelto una de esas de “te tomas una cerveza con lo que sobre”. Me sonríe, le he caído bien pese a mi sombrero y llevar zapatos. Da un acelerón y reza en alto: tranquilo amigo que yo he llevado muchos a la entrada de la garita de San Pedro, y a ti te llevaba yo ahora mismo a la plaza de toros de Las Ventas a encerrarte con nueve toros.

Ya está la rata en la lata.

Vamos carrileando por Madrid. Un tráfico de colores. Me pongo – nos ponemos – nervioso. Mi amigo el Guindi no se despeina, habla en alto con el pendejo de la moto que se le ha colado y le ha obligado a dar un volantazo. Pregunta por nosotros, estamos bien. Se enciende como un fósforo, menta a dos jugadores del Betis, descuelga a San Judas atravesado y dispara:

-Tranquilo socio que estamos en cuatro minutos. A tomar por culo la bicicleta.

Y enciende las sirenas a la par que aterriza el cuarenta y dos en el acelerador hasta la alfombrilla. Llegamos a toda mecha. El Guindi atraviesa la furgo y bascula al paciente en menos de lo que tarda en santiguarse un cura loco. Le agradezco su atención, pero mi amigo me impera:

-Mira chaval, tú me has caído bien pero tu viejo me ha caído de puta madre. Tranqui que me he trajinado a las cuatro que están de guardia. Juntas me odian, pero por separado me las sigo apañando sin problemas.

Entra como un elefante en una nave de cascabeles. Se besa con una, guiña el ojo a otra y saluda a los dos seguratas. Los mira como miran los que son capaces de esnifar su propia orina, les da unos papeles y les suelta:

-Atiéndeme al socio que es de los nuestros.

Dos minutos después estaba todo organizado, el paciente con el médico y yo con una mano delante y otra detrás, pero agradecido a mi amigo por las gestiones. El Guindi se despide, me da una palmada y me tranquiliza.

-Tranqui colega, que a tu viejo le quedan más corridas que al Curro Romero…

Le miré con circunstancias. Supongo porque su cumplido era por mis patillas de hacha y lo hacía para agradar. Creo que al ver mi cara se dio cuenta de que Curro Romero está retirado. Pero lo arregló:

¡Quien dice corridas de toros dice ligas al Atleti!

Me eché a reír. Le di un abrazo y, mientras salía de urgencias, una enfermera a la que él conocía entraba gallarda por la puerta. La mira, me mira, la vuelve a mirar y suelta:

¡Pisa fuerte que lo paga el Ayuntamiento!

 

M.J. “Polvorilla

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