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Mi amigo Emilio el Moreno tiene más afición que cien zagales. Es fino en talla, espejo de que a nervio y cojones pocos le echan el guante. De pelo corto, cara simpática y un poco tartamudo. Y encima charro. Imposible tener mejores papeletas. Porque no conozco ningún charro malo. Ni tampoco ningún perrero de cierto que no sea todo corazón.

 

Entre mi sordera y su falta de arranque no nos hablamos mucho. Pero sin decirnos nada nos entendemos siempre. Y es que Emilio, ahí donde le veis, tiene el don de ganarse la amistad de cualquiera que se le arrime. Por bueno o por charro. Pero es que es un tío sensacional.

Con el paso del tiempo uno a veces entiende episodios pasados; cuando encontramos en esa orilla de la charca una calculadora y no entendemos por qué demonios ha llegado ese cachivache allí, pero años después viene un tratante a comprarte el corcho y recuerda en alto: pues yo vine aquí en tiempo de tu abuelo y en lo alto de la sierra perdió mi padre la primera tabla electrónica de sumar que pudo comprar con su primer sueldo, y entoavia lo recuerdo…

Y es que el destino nos responde a las preguntas cuando ya nos hemos olvidado de las respuestas que buscábamos.

Han pasado doce meses y tres días, y ahora en la serenidad de la batalla transcurrida analizo lo que mi amigo el Moreno auguraba.

Soltamos en las orillas del Águeda para comernos ese montarral al que ya llamamos de tú. No somos ni amigos ni enemigos. Dejémoslo en viejos conocidos. Tuvimos un día largo en el que los lances se sucedieron como siempre que allí cazamos. Pero mi amigo Emilio -el Moreno- anda con malos presagios. Y aunque tenemos la misma quinta le tengo más respeto a él que a cien viejos, por eso de que aparte de charro mira a los ojos cuando platica.

Terminó la contienda y defendimos nuestra posición de la mejor manera. Todo salió bien. Pero no localizo a Emilio que por la radio hace rato que no contesta. Me acerco a su mano donde anda cosiendo perros y maldiciendo al cielo porque un gran cochino le ha puesto del revés a sus tres docenas de podencos. Y junto a él, sobre el suelo, hay un trozo de tripa que dice que ha traído el Canchalo en la boca y jura y perjura que es uno de los testículos del marrano que se ha fugado capado pero habiendo plantado batalla y muerte a media docena de los suyos. Por lo visto el agarre se ha cuajado durante un rato y cuando el perrero ha llegado a culminar el lance, la víctima y verdugo se ha rehecho y, apretando con todo y todos, ha huido con las ansias de la muerte a morir matando. Pero el caso es que se ha fugado. Porque allí sólo había una plaza llena de moribundos.

Suerte o verdad aquel trozo musculoso estaba mordido y destrozado. Hasta podía ser un cacho de tripa de los propios perros que allí mismo estaban siendo operados. Lo que no cabía duda era que un marrano había dado candela a los perros del Moreno y se había marchado tras darles lo suyo y media ración más por si las moscas. Eunuco o entero, el marrano se había escabullido con más salud que los que allí se batían entre la vida y lo eterno.

Mi amigo Emilio lo confirmaba mientras no daba abasto con la grapadora: «Era grande como un buey. Y mellado». El segundo que lo tuvo delante pudo reconocerlo para no olvidarlo más.

Vuelvo en mí. Han pasado doce meses y tres días. La nieve cubre todo el monte con un manto silencioso e imponente. Llevo un buen rato sin perros. Los perros no están. Me he desorientado tres veces porque la nieve, siempre mujer y esbelta, te lleva y distrae cien veces cien. Por la radio me llama el Moreno, apurado, para que corra muy adelante pues hace ya largo que los perros no regresan y dos bocanadas de aire le ha traído ladras de parado muy lejos de donde estamos. «Corre hacia ellos» -sentencia-.

Voy mohíno. La nieve me tapa las veredas y me salgo constantemente de la mano. Aunque voy muy lantero, apenas escucho la llamada de los perros y, de nuevo torpe y desorientado, me meto en una hoya sin saber de dónde vengo y a dónde voy. Ni oigo, ni siento, ni padezco. La radio se apaga porque se ha mojado. Me siento un poco desesperado, porque los pulmones no me dan más de mí. En esas estoy cuando aparece el Canchalo, el podenco naranjero que fue testigo de la difícil contienda de hace una docena de lunas… Parece que el perro busca mi amparo, tiene un feo corte en un costado. Pero no, ese perrillo no pide mi consuelo, pide mi presencia. Me levanté y comenzó a correr marcándome el camino…

Ahora lo entendí, justo a la caída de donde estaba, se estaba tejiendo un feo escenario. Y es que el aire cambió de solano a ábrego y no me dejaba oír. Ahora sí sabía lo que estaba pasando: un fiero cochino se había aculado junto a una lastra y llevaba largo rato de batalla con los fieros podencos de Emilio el Moreno. En medio segundo pude hacerme cargo de la situación: un gran cochino, con los cuartos traseros pegados al suelo, repartiendo yesca pero agotado por la fiereza de los perros. Tenía las orejas bien desgarradas de la batalla donde los perros apenas podían recuperar fuerzas, pues todos estaban agotados. No dudé ni medio segundo, pues cuando se está dentro de las adversidades es tarde para ser cauto. A mi empuje los perros se rehacen y lo apresan de nuevo. Al subir sobre su lomo me doy cuenta que casi me cuelgan los pies, es un cochino que me dobla en peso. Le meto el hierro hasta los gavilanes y le apreso con la mano sus cerdas largas y embarradas… Me buscaba con la cabeza mientras castañeaba los colmillos, su hocico al aire intentando zafarse de su jinete y verdugo. Pero había mucha apuesta sobre ese tapete… Y ya era tarde para echarse atrás.

Llega mi amigo Emilio, tartamudeando un poco, pues sabe que he saldado una cuenta amparado con los suyos. No hizo mucha mención. Se acercó junto a él mirándole de soslayo. Amagándose le alzó una de las patas para advertir sus cuartos traseros. Los examinó. De nuevo se fijó en su jeta que asomaba una reluciente navaja de un lado y ninguna por el otro. Antes de marcharse, sentenció:

-Es el mismo de hace un año. Y si no que me parta un rayo ciento de veces.

Ahí anda mi amigo Emilio el Moreno, con su punta de podencos que son como él; finos y afilados, prudentes, fibrados y con justa presencia… Pero que a la hora de apretar dientes y tronchar chaparras que nadie se mofe. O que se lo digan a uno que quiso salirse con la suya más veces de las que se pierde la vida.

M.J. “Polvorilla”

 

 

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