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-¿Padre?…

-¿Si?

– ¿Por qué está pasando esto?

-…No lo sé…no lo sé. La verdad, hija, es que no tengo respuesta fiable, no tengo ni idea. Igual, sencillamente, somos demasiados y la naturaleza se rebela contra nuestra abundancia. Quizá queremos jugar a ser Dioses y no lo somos, lo manipulamos todo a nuestra conveniencia… muchas veces sin ser conscientes de las consecuencias. Pero…realmente, no lo sé…

– Ya. Qué triste.

Ante esta interpelación de su mediana vástago, el cazador desliza suavemente de la cara los gemelos que tiene prendidos a la espalda con uno de esos comodísimos arneses que los fijan a la altura del pecho. Gemelos que tantas veces han sido sus ojos de águila para escrutar prados, laderas y riscos con el fin de dar con la ansiada pieza. Gemelos que suplen sus carencias visuales y le abren un mundo inexplorado a distancias impensables para su ordinario campo de visión. Gemelos que tantas veces le han concedido el privilegio de disfrutar de escenas dignas de ser reproducidas en un documental y el alivio de su deseo de continuar aprendiendo de los usos y costumbres del mundo animal que tanto admira.

Pensativo, en la improvisada atalaya que supone la pequeña roca que ocupa en el jardín de la casa, cubierta aún de un fosforescente musgo fruto de esta generosísima primavera, rebusca en su interior…Nada le gustaría más que dar una respuesta certera a la hija que tanto quiere, compañera ya de muchos desvelos cinegéticos, pero no tiene respuesta…, sólo cabe la sinceridad, con uno mismo y con quién interroga. La misma sinceridad que siempre le ha inculcado para reconocer ante sí, y ante los demás, el propio error sin excusas al marrar la presa que, por fácil, debió abatir limpiamente. Pero esta última es una sinceridad amable, fruto de un error asumible, la anterior es un cáliz de amargura muy difícil de digerir. Ambas hemos de beberlas, ambas situaciones padecerlas y en la medida de lo posible aprender de ellas.

La montaña, que observa en la lejanía, va cambiando sus tonalidades en clara actitud camaleónica con la luz que aún recibe de los últimos rayos del sol. Va pasando de un gris pétreo a un rosa azulado que recuerda al cazador el color de la piel de los “botos” del Amazonas. Esos increíbles delfines rosados de agua dulce, ciegos, que dieron origen a múltiples leyendas entre los indios habitantes de aquellas salvajes e inhóspitas forestas. El rumor de las torrenteras que bajan por la falda del monte transporta al cazador, en viaje imaginario, a aquellas tierras otrora inexploradas. Nadie, salvo un completo insensible, y no los hay, podría escapar a la magia envolvente que en esos momentos se desprende de la escena. Es 25 de abril de 2020, el abril más extraño de nuestras compartidas vidas.

De repente los oye…Si, son ellos, no tiene duda. Levanta de nuevo los prismáticos y abandona esa melancólica ensoñación en que le han sumido la montaña y sus pensamientos. Un relámpago de vida rasga la pesada incertidumbre y le devuelve misteriosamente esa confianza algo debilitada y socavada por los terribles acontecimientos.

-Hija…¿los oyes?

-¿Qué padre?

-A esas aves…allí arriba. Mira…

-¡Los abejarucos!, ¡han regresado!. Son preciosos

Ella le cede los gemelos, y una vez más, un año más, disfruta como cuando era un niño pequeño de ver sus evoluciones aéreas talladas por los metálicos reflejos que sus plumajes desprenden. Por pura casualidad, un par de años ha, un buen amigo, fotógrafo de la naturaleza, con el que mantiene interesantes conversaciones ornitológicas en intermedios de arduas jornadas laborales, le mostró unas magníficas placas que había hecho de ellos y que, inevitablemente, se convirtieron en un regalo en papel que iluminan ahora las paredes de su habitación. El cazador no puede evitar, cuando los oye por vez primera cada temporada, sentir un placentero sentimiento de optimismo. Dios mío… un año más. Gracias…

-Son cazadores, hija, como nosotros, y no se detienen, cumplen su destino año tras año. Son infatigables viajeros. Vuelan miles de kilómetros del África hacia aquí en primavera y a la inversa a finales del estío, empujados por su inevitable instinto. Vienen a su viejo talud de la ladera para continuar perpetuando su especie. Cuando falte… ojalá los puedas seguir descubriéndolos y te acuerdes de mí.

-No digas eso. No quiero oírlo.

-Ya…

Se hace un espeso silencio que sólo rompe el silbido del grupo de abejarucos que se arremolina por encima de sus cabezas agrupándose para ir a refugiarse de la noche en sus terrizas huras.

El sol, finalmente, traspone por la cuerda de la sierra y la montaña se torna negra. Es el turno de los moradores de la noche. Pasa entonces su brazo por encima de los hombros de su hija y la estrecha contra su costado. El reloj no se detiene…

-Llegaremos a los corzos (le dice). Solo hay que saber esperar y…¿sabes?, no tengo respuesta para tanto dolor, pero sí tengo una cosa clara. Nosotros también debemos cumplir con nuestro destino, como ellos…

-Y… ¿cuál es padre?

– Dar lo mejor que llevemos en el interior, adaptarnos, trabajar, amar y ser felices…

– Es bonito.

-Si…y real.

El cazador y su mediana Diana abandonan por fin la roca en dirección a la casa.

-Y, por cierto…, cazar, sí, cazar, hasta el final de tu vida. Es un privilegio que nos ha sido concedido, aunque otros no lo entiendan. No lo olvides.

-Te quiero padre.

-Y yo….No sabes cuánto.

 

Ramón Menéndez-Pidal

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