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La recia vara de avellano, que hace tiempo le regalara un curtido vaquero montañés, se hunde en la tierra blanda de la ladera, aun impregnada por el rocío que la bañó de madrugada. Huele a hierba fresca y a ganado. Olores que le reportan a una niñez que abandonó sin poder remediarlo, como suelen pasar las cosas en la vida.

Los gemelos al pecho, amarrados con uno de esos nuevos arneses, que ya podrían haber inventado antes, y que a buen seguro hubiesen evitado molestias cervicales a más de uno, son toda la compañía que porta hoy, amén de la infatigable presencia de su querido “Clay”, un veterano sabueso que escribió más de una brillante página en su juventud tras robezos, corcíus y jabalíes por estos pagos tocados por la divina vara que los vistió de una belleza casi inigualable.

El paso firme le permite recorrer sin mayor dificultad las veredas tarazadas por las vacas que en semilibertad siempre pastaron por estos montes. No ha amanecido, quedan pocos minutos para que lo haga, pero el destello de los últimos luceros prendidos en el firmamento son antorcha más que suficiente para transitar sin peligro por estas empinadas cuestas que de niño pisara en compañía de su abuelo Nela, del que tantísimas cosas aprendió sobre el monte y quienes libremente lo habitan. Respira hondo, se detiene unos segundos, y aún siente la mano huesuda de aquél dándole una suave palmada en la espalada, ¡arrea rapaz, que aún queda trecho!.

Arriba los picos, abajo la mar, en el centro la vida. La nostalgia le invade en ese alto del camino, pero le llega con dulzura, recordando las interminables tardes al calor del hogar en la sólida casa de piedra que vio nacer a generaciones de sus ancestros. Días de lluvia y lectura en los que el tiempo parecía detenerse. Le viene a la mente la portada ilustrada de PAN, la novela escrita por Knut Hamsun , premio nobel de literatura, que narraba las andanzas del teniente Glahn en los bosques de la región septentrional de Noruega, en la que se mezclaban amoríos y líos de faldas, con el ejercicio de la caza sencilla, que había tomado ya ese color amarillento que sólo concede al papel el paso de los años.

Pero la vida tiene la sabia costumbre de no detenerse. La memoria nos permite atesorar recuerdos que nos acompañan para siempre, y, poco a poco, como si de un concienzudo trabajo de cincel se tratase, van modelando nuestro modo de sentir. Mira hacia arriba, presagia la luz del amanecer remarcando con nitidez las crestas de los picos que ahora no son más que una mera sombra.

Siempre le gustó caminar de noche. Esa costumbre se la metió en el cuerpo el viejo Nela, para que el que el día no tenía horas, ni fijas, ni suficientes. Si uno tiene paciencia, acaba aprendiendo a hacerlo. A las cinco arriba, en el lar un tazón de leche con sopas de pan de borona y el cuajo por encima con azúcar eran más que suficientes, decía el abuelo, para triscar los montes, los pechos y las laderas, como el más ágil de los rebecos. Razón no le faltaba. A las seis ya andaban pisando el campo en los días de que tocaba salir de rececho y, cuando no, por el puro placer de vivir la montaña y de verla nacer a la vida. Nuca se cansó de ello. Cuando Nela se apagó, perdió algo más que a un ser querido. Perdió demasiadas cosas, pero la vida, una vez más, no se detuvo y pertinazmente le hizo seguir adelante.

Empiezan a desaparecer los últimos carbayos que, en esta primavera precedida de un invierno lluvioso, lucen de un verde arrebatador. El sonido de sus hojas mecidas por la suave brisa que sube del mar son toda la música que ansía escuchar en esta mañana de sentidos recuerdos. Las enormes masas de piedra aparecen ante sus ojos con sus todavía fantasmagóricas formas. Le gustaba con Nela sacarles el parecido con seres animados e inanimados. Aquella, el camello, la otra, el campanario, y así.

Clay se para en seco, levanta la nariz y se carga pausadamente de aire. Siempre fue concienzudo en su trabajo, impetuoso de joven, no había forma de quitarle de un rastro cuando estaba convencido de que era seguro, certero y templado en su madurez, no falló casi nunca, ni en la busca, ni en el cobro, y ahora con doce años a cuestas, sereno y anciano, derrochando las últimas energías que le quedan en lo que siempre ha sido el sentido de su perruna vida. La caza.

Echarse los prismáticos a la cara y ver al rebeco coronando el risco más próximo todo uno. Inevitablemente se agacha y le propina a Clay uno de esos sentidos abrazos que sólo pueden dar aquellos que comparten con un animal la absoluta integridad de parte de su existencia. Pronto será otro recuerdo. Perra vida.

No tiene más ánimo que alcanzar la cima que busca desde la que el panorama le hace sentirse pequeño, pero le inunda de vida. Instintivamente echa la vista a una de las últimas praderas que se funden con el pétreo corazón de la montaña en los últimos cabezos, braña a la que, a veces, algún avezado pastor conducía en verano su ganado buscando los brotes más tiernos para sus vacas. Al hacerlo ve la silueta recortada contra la luz del inminente amanecer, ese con el que quiere encontrarse una vez más para sentir la plenitud de su existencia.

Sigiloso se acerca por la espalda. Con Clay no hay problema, siempre pisó como un fantasma.

– ¡ Luisín ¡.

– ¡Ingenieru!, ¡ tus muertos, vaya susto me metiste, como tú por aquí!.

– No quería perderme el amanecer….

– Pues ha ná que quitose la borrina.

Luisín fue compañero de batallas y barrabasadas de niños, de escolinos, como se dice en estas tierras, abajo en el pueblo, cuando venía los veranos y los fines de semana de la ciudad al caserón familiar. Aunque de distintos ambientes, trabaron desde críos sincera amistad, de esas que perduran pase lo que pase.

Luisín era un tipo duro, de complexión atlética, de estirpe albiona, aunque emigraron más al centro, hacia Ponga, las piernas como “pegollus”, decía el abuelo, buen mozu, de inteligencia natural y noble de carácter, un ser más de estas sobrias montañas. Renuncio pronto al estudio y optó, dejando de ser un nin, por el oficio de su familia, el de vaqueiros y abeyeiros; sacaban una miel de chuparse los dedos.

-Pasé la noche aquí arriba, era buena para dormir al rasu en la corra, cerca de la palloza. Échate un rato que vendrás sin aliendu.

Está sentado contemplando el valle con el mar de fondo. Le tira una caricia a Clay

-Aún te dura ¿eh?. Siempre fue andayón, como tú. ¡Ay cuando te falte!. Los echarás de menos…

Me vaticina.

Apunto está de amanecer, sus ojos jamás dejaron de asombrarse con aquel espectáculo. El silencio les vuelve a unir como de niños en ese preciso instante. Sólo hay que cerrar los ojos y escuchar el sonido del amanecer, decía el abuelo, y luego extasiarse con tanta belleza.

Los primeros rayos del sol caldean sus espaldas. Un apacible silencio les envuelve. Aunque cada uno cumplió con su destino, él se hizo ingeniero y Luisín se dedicó a las vacas, su amistad nunca se resquebrajó permaneciendo incólume.

-Sabes ingenieru que ahora los que mandan en la ciudad nos han prohibido mantener a raya a los llobus. Y yo me digo, ¿por qué no nos dejarán hacer, como siempre y andan metiendo el cazo en lo que no saben?. Pero hombre, digo yo, que si esto es el paraíso, será porque lo trabajemos a conciencia desde miles de años que harán. Ferrones les ponía yo.

– No tengo respuesta Luisín. Pero me parece un error muy grande.

-Me barrunto que algo de perras se traerán entre manos esos políticus del diablo…Bandíus es lo que son. Unos babayus. Gandaya. Berrar quieru.

-Seguro.

Se levanta, aún le queda por subir, poco ya. Sólo mira.

-¿Te recuerdas de él? ¿del viejo Nela, digo?

-Mucho Luisín, mucho…

–Eso si era un hombre, buen indianu, y no los de ahora, que desayunan un guigüi de esos, o como diañu se diga, por la mañana…ye de mozas, ¿tú… no habrás caído?

-No me jodas Luisín.

– Que apasionau por la caza . Un venenu, decía…

-Demasiado. Oye, tengo que subir, ya sabes.

– Anda con Dios paisanu, y de bajada me buscas, me voceas, que por aquí andaré con les vaques, les dejemos con los careas y hoy te invito a unos cuantos culines en la aldea, en el beyusco de Tinín, que la sidrina tá de pistón, a esgaya si falta hace, que no viniste para el amagüestu y así celebremos hoy el beltaine, que por eso subí hoy ya el ganau, y falamos largo.

Da unos pasos dejando al bueno de Tinín al socaire de sus pensamientos. Clay se para, le mira con sosiego desde la profundidad de sus ambarinos ojos.

-Vamos. Ojalá vivas una temporada más…

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