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Es fino y fibroso. Muy inquieto. De corte de pelo típico en los chavales de su quinta y educación. Ronda los 12 años, lo sé porque no es ni niño ni hombre. Está en mitad de la cuerda, a medio aire, como todos hemos estado alguna vez en nuestra juventud. Se llama Manuel, un tocayo, pero yo le llamo Manolín. Camufla sus miedos tras unas lentes. Algunos chavales en el campamento le llaman “el gafas”. En función del tono que utilicen y de la reacción del aludido, tomo determinación de cortar la broma. Pero no hago nada, prefiero observar y dejar que los problemas de los niños los intenten arreglar ellos. Sólo intervendré si la cosa se pone más seria. Tras un cantazo y un insulto los veo al rato jugando juntos al pingpong. Ojalá el rencor no creciera con la edad. Cándida juventud.

Trepamos a las laderas norteñas de Gredos para recechar sus cabras. Nuestras armas son los prismáticos y las ganas de fundirnos con el entorno. Un bocadillo, una manzana y una botella de agua. Vamos atalayando despacio intentando dar espíritu e incertidumbre a una zona colmada de turistas donde los animales están acostumbrados a nuestra presencia. Pero queremos despertar sus instintos, sus ganas, sus reflejos e ilusiones. Queremos volver a ser niños para emocionarnos con el primer lance. Yo vi mi primer macho montés con veinte años. El doble de edad que ellos, y sus ojos son un reflejo exacto de lo que sintieron los míos ante la presencia de tan majestuoso animal.

Vamos avanzando hacia el centro de un circo donde poder tomar el almuerzo y, desde allí, revisar todo el alrededor para localizar a nuestra pieza, orientarnos, ver su careo, revisar el aire y, sigilosamente, acecharla. Se pone a mi lado, quiere hablar conmigo, ralentizo el paso para dejar que el grupo avance y discretamente quedarnos más rezagados para que él se sienta más libre de soltar lo que le tiene apresado. No le quiero dar importancia, pero estoy deseoso de saber qué puedo hacer por él. Craso error el mío, el muchacho sólo quería desahogar su maltrecho corazón.

Me cuenta que su abuelo es su único maestro y el que le lleva al campo ya que sus padres trabajan en la ciudad. Cuenta los días para que llegue el fin de semana y huir a su pueblo para ir en su compañía a coger espárragos o a matar alguna liebre con la que darle armonía a un buen arroz caldoso. Me dice en confidencia que su abuelo pone algún cepo en el huerto para los conejos, pues para cenar siempre lo toman al ajillo. Que este año las zorras se han cebado con las sandías y las llevan a hecho. Que el viejo anda torpe ya con los años y que pocas veces salen a ponerse de espera en alguna charca para intentar dar caza al cochino que hace muchas semanas dejó una huella allí. Antes salía con una linterna y una zapatilla a matar ranas por la noche, y su abuelo era quien le acompañaba y enseñaba, pero para pocos trasnoches está ya. Me dice agobiado que le han quitado las escopetas los guardias, porque no ha pasado el examen de renovación de la licencia por la edad. Desde entonces su abuelo no es el mismo y anda con la mirada perdida. Y que ya no tiene a nadie con quien acudir a los cañados a por achicorias, ni por níscalos en otoño pues él no sabe distinguir bien las setas. Con la retirada de las escopetas se le ha ido el espíritu. La yegua pesada y vieja con la que a veces paseaban echa de menos el calor de su serón y el abrigo de su aparejo. El abuelo ya no tiene energías porque al quitarle las escopetas la Guardia Civil, se ha quedado mohíno. Manolín me lo confiesa dolorido. Y aunque tiene un primo sargento, les echa la culpa a ellos por quitarle la energía a lo que más quiere.

Seguimos caminando, el muchacho suelta lastre de lo que le tiene apresado el corazón. Y no soy quién para vilipendiar sus preocupaciones, porque aquí a cada uno nos duele nuestro dedo, aunque haya hambre en África. Y mis problemas no son más importantes que los de mi amigo Manolín. Le doy un abrazo y le propongo un plan bueno que ilumina su cara de tristeza; Lleva a tu abuelo al huerto porque con la pena se le habrá olvidado ir hacia allí. Intenta beber de la fuente donde siempre bebíais cuando el calor del verano invitaba a tomarse un pepino recién arrancado junto a la sombra del quejigo que da la primera bellota del año. Siéntale bajo el olivo aquel que vigila la charca donde seguís esperando al cochino que nunca aparece, aunque sea sólo un rato. Y si no puedes llevar escopeta, llévate un garrote con el que apuntar. Pasa por el gallinero y recuérdale dónde ponen las dos gallinas revoltosas que se resisten a dejar los huevos en el ponedero, recuerda mirar en el hueco del alcornoque donde siempre se acuestan. Y aunque no pueda subir a la yegua, llévale a que acaricie su hocico de terciopelo con la mano y tú acarícialo también. Y una cosa más, pídele a tu primo el Guardia Civil que os acompañe, creo que será una buena manera de que los tres hagáis las paces… Ya eres un hombre y debes devolverle a tu abuelo todas esas enseñanzas.

Manolín aceptó encantado. Creía que era su turno de tomar la iniciativa. En cuanto terminara el campamento de caza en el que estábamos, iba a ir al pueblo a ver a su abuelo para contarle. Y todos los días le iba a recordar lo que hacían antes, para que la pena por no tener las escopetas se le olvidara, porque se las había quitado la Guardia Civil porque no había pasado la renovación del examen de armas.

Vimos un gran macho, a unos 100 metros. Mandé formar al grupo. Hicimos un corro, en silencio, amagados como liebres, para dirigir el rececho. Les pregunté acerca del aire, del careo que llevaba al macho y por dónde iríamos. Entre todos marcaron la estrategia. Por primera vez les dije que lo iban a hacer ellos solos, porque ya eran mayores y expertos cazadores. Un servidor se quedaría en la distancia observando. Pero dirigí mi última orden al grupo de jóvenes que estaban deseosos de acercarse a aquel macho montés: quiero que todos vayáis detrás de Manolín, le ayudéis pero que él dirija la cacería. Debéis saber que su abuelo ha sido uno de mis maestros en la caza. Todos le miraron con admiración, pues aquel chaval era el más humilde del equipo, sin finca en propiedad y no veraneaba en una gran playa. Su pueblo y su abuelo eran sus mayores tesoros. Y aquel comentario le había puesto en lo más alto del escalafón.

Manolín me miró entre orgulloso y asustado. Él no era un gran cazador y además no sabía que yo conocía a su abuelo. Le sujeté de los hombros y le confesé la más sincera de mis mentiras:

-Yo comencé a cazar con tu abuelo pues él era amigo del mío, mucho antes de que tú nacieras. Cada día me acuerdo de él y creo que es el momento de que los dos le devolvamos todo lo que nos han enseñado. Ve el primero, Manolín, paso corto, vista larga y mala leche.

El joven me miró sorprendido:

¡Eso mismo me decía siempre él!

Fueron serpenteando en un alborotado silencio que hizo que se acercaran a pocos metros del viejo macho, acostumbrado a los jaleos. A tiro de piedra el animal decidió alejarse despacio, manteniendo la estrecha distancia de seguridad. Al regresar largo rato después venían eufóricos. ¿Era medalla de oro? Les miré para hacer resumen del rececho:

-Habéis cazado el macho más grande que he visto en mucho tiempo, oro sobrado, y habéis estado a no más de diez metros. Los del grupo de los mayores estuvieron a cuarenta metros y el suyo sería bronce alto, si acaso plata, aunque ellos digan lo contrario. El rececho ha sido perfecto. Por cierto ¿quién era el que  dirigía el grupo, que no lo recuerdo?

Todos miraron con complicidad y orgullo a Manolín, al que dieron una palmada en la espalda. Mi joven amigo, con gafillas y moreno como un grillo, dejaba asomar dos hoyuelos en sus mejillas, sin poder esconder su orgullo y alegría. Su abuelo estará orgulloso de él…

Volvimos despacio. Los niños iban alegres y hechos una piña por su éxito en el rececho. Manolín iba a contarle a su abuelo todo, aunque no tenga armas, él le llevaría a donde siempre han ido, porque las escopetas y la Guardia Civil no les iban a prohibir que siguieran disfrutando. Lo que no sabe mi querido amigo es que su abuelo está cada vez más distraído y conoce a poca gente porque la maldita enfermedad del olvido se le va metiendo en el cuerpo. Pero a un jovencito de doce años es mejor contarle algo más entendible y echarle la culpa a la Guardia Civil. Porque ya estará su primo que es sargento para cavar el huerto de su abuelo y explicarle que con armas o sin ellas, nunca se puede perder las ganas de salir al campo.

              Cándida juventud…

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