A Alfonso Mato. A Baldomero Falcones.
A Rafael de la Brena.
Señores en toda la extensión de la palabra.
Corre el ábrego. El ábrego siempre trae tintes de lluvia y esperanza en este otoño que carraspea su garganta reseca. Los charcos del camino reflejan las ilusiones puestas en el día marcado y acompañan en unos pensamientos que no dejan de tejer tensiones y miedos a lo que es abrir tu casa de par en par para que unos desconocidos vengan a morarla por unas horas. Montear en tu reducto de soledad no deja de ser igual que ducharte en la mili, ya que enseñas tu intimidad. Para bien o para mal. Y las preocupaciones sobre el día de la montería te abordan.
Lo sé -lo sabemos Talibán y un servidor-. Hay que dar el do de pecho. Cazar y matar no tienen nada que ver en esta ecuación. Porque el resultado no queremos que sea numérico; al contrario, queremos que sea elegante. Esta casa lo merece. Sus gentes lo merecen. Hemos llegado aquí de casualidad y nunca creí en las casualidades. Talibán tampoco. Nos han dado literalmente las llaves de la finca para hacer y deshacer, para sumar o restar. Y cuando uno ofrece lo que tiene, no se le puede pedir más.
Mi Pepito Grillo, de barbas y apellido Placentino, que se mueve entre las sombras para que todo salga bien y luego vitoreen a mi caballo, lleva años estudiando la estrategia. Años digo. Esta finca hay que cerrarla antes del alba. Antes de la aurora debe estar armado el sopié que divide el Parque con la propiedad. Las veredas del rocío mañanero delatan que las reses tempranean para marcharse. Vamos a montear como se monteaba hace medio siglo. Vamos a cazar para que la madrugada nos pille despiertos. O que la vida nos pille viviendo.
Las líneas rosáceas de saliente, el olor a humedad de las lluvias pasadas. Un cielo limpio como las espuelas de un teniente. Las últimas estrellas que despiden la noche de tensa calma que hemos vigilado para que nada cambie la rutina de nuestra esmerada trampa.
Me quedo con eso, con el momento final cuando sabes que todo debes terminarlo. Porque aquí estamos para cazar, no para matar. Y hemos recogido la cosecha de carne del año y hay que dejar simiente para el futuro. Se ha ordenado enfundar armas a la hora del Ángelus. Guardo la radio, cuando un vareto y dos ciervas corren despavoridos al perdedero seguidos de tres perros que les van a echar mano. Los animales chocan contra una maldita alambrada, conmocionados se intentan recomponer, los perros van a hincarles el diente… Y dejé hacer a Talibán pues ya habíamos tocado las caracolas…
Galopamos látigo en mano por aquella dehesa extremeña. Si alguna vez volé bajo, aquella mañana me sentí surcar los cielos. Mi caballo sabía que aquel disparate de detonaciones no nos podía traer más lances. Porque la caza había terminado, y Talibán reza igual que un servidor para mantener esta máxima. Y corrimos, corrimos para cortar la carrera de los perros. Para apurar diez segundos con los canes y permitir a esas reses que espabilaran y huyeran, ante la atenta mirada de un montero que contemplaba la escena… Recuerdo que esos tres cervunos pasaron por el portillo del puesto que, sonriente, se quitó el sombrero en señal de despedida y de indulto. Me acerqué fatigado a darle las gracias por su benevolencia para con las reses. Me sonrió y nos abrazamos como si nos conociéramos de toda la vida.
Me miró con sus ojos vivos y amables, su porte señero y la clase que sólo se adquiere con el paso elegante por el mundo. Debe tener más de tres cuartos de siglo. Con señero porte se volvió a descubrir y se presentó: Mi nombre es Rafael de la Brena.
Talibán le acarició con su hocico de terciopelo y nos despedimos con el compromiso de vernos en pocos minutos en el aperitivo. Ahora sí el centauro iba despacio rumbo a la recogida para dar la enhorabuena a la propiedad que aguardaba con una tensa sonrisa que nada hubiera pasado, salvo la alegría y la emoción, ingredientes únicos para elaborar un día de caza.
A esto, señores, Talibán lo llama montear.
M.J. “Polvorilla”
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